Cuando inteligencia e intuición funcionan en sintonía

por Valeria Sabater

Albert Einstein ya nos señaló en su día que la inteligencia y la intuición siempre deben ir de la mano. Es más, el psicólogo Gerd Gigerenzer, director del Instituto Max Planck, señala que la persona intuitiva siempre marcará la diferencia en nuestra sociedad.

Cuando inteligencia e intuición funcionan en armonía somos capaces de dar lo mejor de nosotros mismos. De hecho, conjugando ambas realidades, logramos resolver los problemas con mayor eficacia. Aún más, es bajo esta combinación cuando las personas tomamos mejores decisiones porque logramos usar con adecuado equilibro tanto la razón como el sentimiento.

Ahora bien, si hay algo bastante común es concebir conceptos como nuestro coeficiente intelectual y la intuición como dimensiones opuestas. Es más, algo habitual es entender la inteligencia como ese modo de operar altamente racional, lógico y hasta analítico, mientras que la intuición queda a menudo vinculada a un sustrato poco científico y casi hasta mágico.

Nada más lejos de la realidad. Libros tan conocidos como Inteligencia Intuitiva, de Malcolm Gladwell o Pensar rápido, pensar despacio de Daniel Kahneman nos animan a entender un poco más cómo funcionan estos procesos. Debemos empezar a pensar mejor, y para hacerlo, no es necesario dedicar horas o incluso días a deliberar sobre nuestras decisiones; se trataría más bien, de conectar un poco más con nuestra voz interna.

Decía Albert Einstein que la mente intuitiva es un don sagrado, mientras que la mente racional es su fiel servidora. Sin embargo, nuestra sociedad otorga mayor valor a la sirviente, olvidando el regalo que es para nosotros la primera.

Es momento por tanto de empezar a entender que ambas esferas deben trabajar siempre en armonía, solo así pasaremos del mundo de la inteligencia al reino de la sabiduría.

Inteligencia e intuición: el auténtico conocimiento a nuestro alcance

Para comprender mejor el vínculo entre inteligencia e intuición pondremos un ejemplo. Pensemos en un médico, en un buen profesional al que de pronto le llega un paciente con síntomas poco comunes. Decide, por un momento, aplicar el sentido lógico e intentar deducir de manera objetiva qué dolencia padece la persona.

Sin embargo, opta también por hacer uso de su intuición, de ese sentido que le otorga la experiencia, su bagaje y ojo clínico. Sabe que mediante esa voz interna puede reaccionar más rápido pero siempre es mejor hacer uso de ambas esferas: de la razón y la intuición, de la inteligencia y esas corazonadas que laten por el rodaje que le ha dado su profesión.

Todos deberíamos dominar ambos esquemas de pensamiento. La mente racional y la mente intuitiva se sirven la una a la otra y cuando trabajan en armonía, siempre salimos ganando. Ahora bien, si nos limitamos a usar solo una de ellas, estaremos limitando nuestro auténtico potencial. Porque quien se deja llevar solo por la intuición puede darse de bruces no una, sino diez veces.

Por otro lado, quienes opten por silenciar eso a lo que llamamos «instinto» o incluso «sexto sentido» están arrancando las patas que dan soporte a la inteligenciaVeamos por qué.

La intuición es una guía, no un oráculo

Solemos concebir el término intuición casi a modo de oráculo. Como si de nosotros emergiera una voz profética capaz de revelarnos qué hacer y qué no hacer en cada momento. La verdad es que esta dimensión no funciona de dicho modo. Un ejemplo, estudios tan interesantes como el llevado a cabo en la Universidad de Elizabethtown, en Estados Unidos, por parte de la doctora Jean Preatz, nos señalan algo relevante.

Casi el 90% de las enfermeras se dejan llevar por su intuición a la hora de tomar decisiones en el día a día en su trabajo. Lo hacen porque saben que esta área actúa como marco de actuación. Es decir, es el instinto quien nos dice qué es lo que merece nuestra atención y lo que no, qué es lo que podría ser un poco más acertado y lo que no.

Inteligencia e intuición, un acto de valor y autoconfianza

Gerd Gigerenzer, director del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano, es uno de los psicólogos más destacados en el estudio de la toma de decisiones. Para él, inteligencia e intuición conforman ese ejercicio cotidiano capaz de ponernos en situaciones de ventaja.

Así, tal y como nos explica en su libro Gut Feelings: The Intelligence of the Unconscious, las personas inteligentes son las que escuchan a su intuición, a sus emociones y a sus corazonadas. Es más, si hay algo que ha aprendido a lo largo de su vida como investigador es que los presentimientos merecen, como mínimo, un poco de nuestra atención. Cuando estos aparecen, no hay que descartarlos o invalidarlos al instante.

Escucharlos es un acto de valor y de confianza en uno mismo. Porque cuando llega la voz de la intuición siempre nos desafía de algún modo. Nos susurra determinadas direcciones, orientaciones y caminos. Todo esa información debe valorarse y pasar por el filtro de la razón; solo entonces, descubriremos opciones más sugerentes y adecuadas para nosotros.

Conclusión

Como bien señalaba Albert Einstein, en nuestra sociedad moderna y actual se valora por encima de todo el intelecto. Dentro de este, se conciben como más destacables procesos como el razonamiento lógico, la deducción, el análisis, etc. Es más, hasta elaboramos test estandarizados para evaluar el cociente intelectual y saber cuán aptos podemos llegar a ser.

Sin embargo, relegamos una dimensión casi esencial que, en realidad, usamos a diario: la intuición. Es ella la que nos ayuda a decidir con rapidez, ella la que nos guía y nos permite reaccionar ante los desafíos cotidianos. Saber usarla, escucharla y situarla siempre en adecuada sintonía con la inteligencia, nos permitirá decidir mucho mejor y responder con eficacia.

Atrevámonos, usemos la inteligencia e intuición y entraremos en el reino de la sabiduría.

Publicado en La Mente es Maravillosa. Post original aquí.

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Decisiones Irracionales

por Cristina Saez

Aunque se siguen asociando más a las tripas que a la inteligencia, las intuiciones son atajos del cerebro para tomar decisiones rápidas. Se basan en capacidades evolucionadas a lo largo de miles de años y están detrás de la mayoría de nuestras elecciones.

Darwin tenía una mente tan analítica que incluso llegó a plantearse el amor como una cuestión científica. En 1838, dos años después de haber regresado a Inglaterra tras su épico viaje a bordo del Beagle por el Cono Sur, durante el cual realizó las observaciones que le permitirían sentar las bases de la teoría de la evolución, este naturalista inglés se planteó qué hacer con su vida: ¿buscaba una mujer y se casaba? ¿O mejor se consagraba a la investigación científica? Entonces este naturalista tenía 28 años y para tomar una elección cogió una hoja de papel –que se conserva–, trazó dos columnas y en la de la izquierda escribió la palabra “casarse” y anotó todos los argumentos que se le ocurrieron a favor del matrimonio. En la de la derecha, listó todas las ventajas de la soltería.

Las razones que el padre de la evolución arguyó eran curiosas. Por ejemplo, para desestimar casarse apuntó cosas como “quizás discutir”, “menos tiempo para conversar con hombres inteligentes”, “tener que hablar con la familia de ella”, “no poder leer por las tardes” o “menos dinero para libros”. Y a favor, “hijos (si Dios quiere)” o “compañía constante y amistad en la vejez”. Tras revisar la lista, acabó concluyendo que si bien una boda supondría “cosas buenas para la salud de uno”, era también “una pérdida terrible de tiempo”. Así es que decidió que lo mejor sería… ¡comprarse un perro!

Sin embargo, lo que no podía sospechar Darwin era que poco le iba a durar aquel convencimiento. Semanas, de hecho. Su cerebro le iba a jugar una mala pasada. Al cruzarse, quizás por fortuna, quizás por poca fortuna, con su prima hermana Emma Wedgewood, Darwin se enamoró perdidamente, a pesar de haber decidido concienzudamente que el matrimonio no iba con él. Emma se convirtió en el gran amor de su vida y con ella tuvo nada menos que 10 hijos. Al cabo de los años, incluso escribió un libro en el que trató de explicar con ojos de científico tal misterio, el misterio del amor.

Lo que Darwin no estimó es que su cerebro tomaba decisiones por él sin que él pudiera remediarlo. En el caso de Emma, había escogido ya mucho antes de que el naturalista inglés pudiera ni tan siquiera plantearse si su prima Emma le agradaba o no. La frialdad con la que Darwin colocó los argumentos en una balanza era más superficial que real. Y es que las decisiones, a diferencia de lo que se solía pensar hasta hace poco, no se rigen exclusivamente por las leyes de la razón y la lógica. Muchas, la mayoría, son intuiciones que, sorprendentemente, se toman desde la subjetividad. Sí, sí, lo han leído bien: nuestras decisiones por mucho que pensemos que son fruto de valoraciones conciezudas son en realidad intuiciones irracionales. De hecho, todo acto consciente, por paradójico que nos resulte, es, en verdad, inconsciente. Y eso es una gran noticia que encima ahora cuenta con una explicación neurocientífica.

Nuestras decisiones son irracionales
Hasta hace una década, la psicología social consideraba que la toma de decisiones tenía que ser consciente y guiarse por las leyes de la lógica. Que ante cualquier elección lo más acertado era elaborar listas con los pros y los contras, analizarlos minuciosamente, sopesarlos concienzudamente y sólo entonces, después, éramos capaces de elegir bien, como hizo Darwin. Las ciencias cognitivas solían menospreciar el papel de la intuición y de la irracionalidad. Y, sin embargo, ahora sabemos que esos impulsos no tienen por qué fallar y que, en ocasiones, son mucho más eficaces que una elección racional.

De hecho, buena parte de nuestra vida mental es inconsciente y se basa en procesos ajenos a la lógica, reacciones instintivas. Tenemos intuiciones sobre casi todo, suelen ser decisiones rápidas, casi viscerales, que aparecen en nuestra consciencia sin que sepamos de dónde vienen, pero que son tan fuertes que nos impulsan a actuar. Por eso nos enamoramos. Y si eso tiene o no que ver con toda una serie de deliberaciones en nuestro inconsciente, no lo sabemos. A nosotros sólo nos llega el sentimiento de “quiero estar con esta persona” y obramos en función de eso. En la mayoría de las ocasiones, esos impulsos o intuiciones nos conducen a la respuesta adecuada. Y es que no se trata de otra cosa que de atajos que tiene el cerebro, estrategias que ha desarollado durante miles de años para ser más eficaz.

Porque, si realmente tuviéramos que decidir cosa por cosa, punto por punto, poner sobre una balanza pros y contra de cada caso, seguramente, hoy no estaríamos aquí. Nos hubiéramos extinguido hace mucho tiempo. ¿Se imaginan si nuestros antepasados, ante la presencia de un depredador, se hubieran parado a sopesar qué camino tomar, o si era mejor intentar matar al animal o salir corriendo?

Por suerte, tenemos circuitos neuronales que se encargan de que el corazón, el aparato digestivo, el organismo en definitiva, funcionen bien. Y lo mejor es que nuestro cerebro nos mantiene ajenos a todos esos procesos. No tenemos que pensar, por ejemplo, que queremos respirar o que queremos mantenernos dormidos. ¿Cómo sería nuestra vida si decidiéramos cada segundo si invertimos o no en bolsa, si respiramos, si el hígado se pone en funcionamiento, si llevamos al niño al cole, si…? Algo similar ocurre cuando jugamos, por ejemplo, al fútbol. Nos lanzan una pelota, y corremos, alargamos la pierna y la chutamos, sin que para ello hayamos realizado de forma consciente toda una serie de cálculos complejos sobre su trayectoria.

“¿Me suicido o me tomo una taza de café?”, se preguntaba el escritor francés Albert Camus. Y con esto quería decir que todo en la vida es elección. A cada segundo estamos escogiendo entre diversas alternativas. Y, de hecho, la existencia, al menos la humana, se define por las elecciones que hacemos. La intuición nos ayuda a resolver muchos de los dilemas cotidianos, desde si debemos o no casarnos hasta cosas mucho más triviales como qué pasta de dientes compramos, o atrapar las llaves que nos lanzan al vuelo o detectar si nuestra pareja nos miente cuando nos dice que ha salido tarde de trabajar. La neurociencia ha descubierto que la inteligencia funciona a menudo sin pensamiento consciente; de hecho, la corteza cerebral, donde reside la consciencia, está llena de procesos inconscientes, al igual que las partes más antiguas del cerebro. “Es un error presuponer que la inteligencia es necesariamente consciente y reflexiva”, afirma el investigador alemán Gerd Gigerenzer.

Así, lo que sucede ante una información es que nuestro cerebro decide o bien dejarla pasar, o bien expresarla o anularla, cuenta Ranulfo Romo, neurocientífico de la Universidad París al frente de un grupo de investigación sobre los mecanismos cerebrales de toma de decisiones. Procesa continuamente información y lo hace por debajo del consciente; así, dice Romo, es como el cerebro anula o veta todos los actos conscientes que pudieran traer consecuencias negativas o peligrosas. De otra forma, nos volveríamos locos; viviríamos en el caos debido al incesante tráfico de señales que nuestras neuronas captan, analizan y evalúan. Sólo aquellas que consideran muy relevantes pasan al consciente para que este les preste atención, como por ejemplo, siguiendo con Darwin: “¿Contraigo matrimonio con Emma o me dedico a investigar?”. Y para hacer todo eso, para estar pendiente de todo lo que ocurre, procesar información y decidir continuamente, recabar datos de la memoria, realizar predicciones, deducciones, el cerebro consume muchísima energía. De hecho, nada menos que el 20% de la energía disponible en nuestro cuerpo. No está nada mal, ¿no?

Cómo decidimos 

Desde hace algún tiempo, la investigación neurocientífica está enfocada a intentar entender qué hace que nuestro cerebro decida en un momento determinado “me caso o no me caso”, siguiendo con el ejemplo de Darwin. En el laboratorio, gracias a técnicas de neuroimagen, se puede ver la deliberación de las neuronas para tomar elecciones. Así es como se ha descubierto que antes de que emitamos una pregunta, nuestras células nerviosas ya andan procesando esa situación. Y es que el cerebro recaba continuamente datos, los analiza, y va informando, cuando lo estima oportuno, a la conciencia.

Por otro lado, la memoria recurre a experiencias acumuladas y las coteja con la información que ha recogido el cerebro quien, como si fuera un juez, delibera y sentencia. Se ha visto que los sentimientos, nuestro estado emocional, influyen en esa deliberación. Por ejemplo, si vamos al súper a hacer la compra de la semana muertos de hambre, seguramente compraremos muchas más cosas de las que realmente necesitamos. Y en esto mucho tiene que ver una parte de nuestro cerebro, la más primitiva, llamada cerebro reptiliano, que está bajo la corteza, y que es el manto que recubre el cerebro. Esta zona, que se formó durante millones de años de evolución, está llena de células nerviosas que parece ser son las responsables de los impulsos que tienen que ver con el afecto, con la valoración de la información de la que se desprende una recompensa. Y, por tanto, de las emociones que afectan a nuestras elecciones.

La neurociencia cree que el proceso de elección se basa en una serie de reglas generales que nuestro cerebro ha ido aprendiendo y que conforman una especie de libro de instrucciones al que nuestro inconsciente recurre ante cada situación. Allí encuentra respuestas rápidas y precisas. Lo único que debe hacer es escoger la regla adecuada para cada momento. Este procedimiento es indispensable para tomar muchas decisiones importantes, puesto que nos enseña a confiar, a imitar y a experimentar emociones como el amor, sin las cuales la supervivencia sería imposible.

El investigador de psicología de la conducta del instituto Max Planck, Gerd Gigerenzer, autor de Decisiones instintivas. La inteligencia del inconsciente (Ariel, 2008), cuenta que eso es lo que ocurre, por ejemplo, con padres e hijos. Si cada mañana los progenitores tuvieran que decidir si van a seguir invirtiendo sus recursos en los niños, tras noches en blanco, berrinches, trastadas, podría ponerse en peligro la supervivencia de la especie. Por eso, el cerebro bloquea esa posibilidad de decisión, de valorar si vale o no la pena aguantar.

Más vale una buena intuición que mil decisiones racionales 
Paradójicamente, en el pensamiento occidental, la intuición empezó siendo la forma más segura de conocimiento y ha acabado siendo menospreciada como una guía voluble y poco fiable para la vida. Hoy en día seguimos relacionando la intuición más con las tripas que con el cerebro. No obstante, según los descubrimientos que ha hecho Gigerenzer en el prestigioso instituto Max Planck, estos impulsos sacan partido de capacidades evolucionadas del cerebro. Se basan en reglas generales, que no tienen nada que ver con el balance de pros y contras, sino que funcionan ignorando parte de la información.

En muchos procesos, una memoria limitada parece ser un buen filtro para poder aprender. Es así como empezamos a hablar, recordando al principio sonidos, palabras y, después, estructuras simples hasta que somos capaces de construir frases. Algo similar ocurre cuando decidimos. Nuestro cerebro se basa en la regla de que, a veces, menos es más y ante una situación le basta una sola buena razón para elegir. A eso Gigerenzer lo llama regla general o heurística. Las intuiciones basadas en una sola buena razón son eficaces y también pueden ser muy precisas. Estas reglas se benefician de algunas facultades del cerebro, como la memoria de reconocimiento, la habilidad para localizar objetos móviles, el lenguaje o emociones como el amor. La heurística acelera la toma de decisiones y se posibilita la acción rápida, muy útil si caminamos por la selva, por ejemplo, y aparece un tigre. No nos es deseable pararnos a pensar, sino que haya un sistema que nos active y nos haga salir pitando.

Una buena razón puede ser: escoge lo que conozcas. Nos fiamos de lo que conocemos y, en cambio, sentimos aversión por lo desconocido. Tenemos una capacidad extraordinaria para reconocer caras, voces e imágenes, que está adaptada a la estructura del entorno. Reconocer hace posible que reaccionemos rápidamente y también que compremos una marca de leche u otra. En la naturaleza, el instinto de elegir lo que se conoce es una garantía para la supervivencia. Acordarse de enemigos o de potenciales peligros nos ayuda a evitarlos, como también identificar caras amigas o qué plantas son comestibles.

Nuestro cerebro evolucionado nos proporciona capacidad para tomar decisiones, pero también la cultura. “Evolucionado –afirma Gigerenzer– no quiere decir que sea una destreza debida sólo a la naturaleza o sólo a la cultura. La cultura da a los seres humanos una capacidad, transformada en facultad por la práctica prolongada. La inteligencia del inconsciente está en saber qué regla es probable que funcione en cada situación”. Estas capacidades evolucionadas, genéticas y culturales, son indispensables para muchas decisiones importantes y pueden evitar que cometamos errores de bulto en asuntos trascendentales. La calidad de estos impulsos radica en la inteligencia del inconsciente, que no es otra cosa que la capacidad de saber sin pensar en qué regla basarse en cada situación. Sin la intuición, poco podemos conseguir.

Inteligencia social

Los seres humanos somos animales sociales. Necesitamos vivir en sociedad para desarrollarnos como individuos, para aprender, para ser felices. Para ello, contamos con una facultad: somos capaces de extraer conclusiones rápidas de nuestras relaciones, y saber si la persona que tenemos delante nos está mintiendo o si, por el contrario, podemos confiar en ella.

Nuestras neuronas infieren una serie de información, por ejemplo, captan si tienen la boca ligeramente arqueada o las cejas, lo que denotaría enfado o alegría, pero son incapaces de quedarse ahí. Dan un paso más y realizan inferencias sobre los demás. Y bastan décimas de segundo para que decidamos si el que tenemos delante es o no cooperador, si podemos confiar en él, si nos ha traicionado. A esa capacidad la ciencia cognitiva la denomina inteligencia social.

Pero ¿por qué hemos desarrollado los seres humanos esa capacidad? Pues, seguramente, considera Gerd Gigerenzer, neurocientífico de Instituto Max Planck, se trate de una herencia de nuestra época más primitiva. El entorno social en el que surgieron y evolucionaron los primeros homínidos era mucho más complejo e imprevisible que el físico. Y para poder sobrevivir, tuvimos que generar herramientas que nos permitieran evaluar rápidamente si el que teníamos delante era o no amigo o qué consecuencias tendría nuestra conducta sobre los demás. De ahí que casi todas las relaciones que establecemos surjan como resultado de reacciones instintivas. Y esos instintos sociales funcionan como una especie de pegamento social.

 

Cuestión de confianza

Si cada uno tuviéramos que partir de las experiencias propias para todo, necesitaríamos, sin duda, varias vidas. Imaginemos que un niño debiera partir de cero y él solo tuviera que aprender a comer, a caminar, a vestirse, a hablar. Sin duda, el proceso de aprendizaje sería lentísimo. Y como no tenemos varias vidas para dedicar a aprender, los seres humanos hemos descubierto que resulta más razonable imitar a los otros, preguntar o pedir consejo.

De hecho, siguiendo con el ejemplo del niño, este imita primero a sus padres, después, al crecer, adopta roles públicos y profesionales. Y esta manera de actuar, confiando en el otro e imitándolo, es uno de los tres atajos que tiene el cerebro para tomar decisiones reflexivas, junto con el lenguaje y la enseñanza, y para permitir la transmisión cultural de información de generación en generación.


En el súper

Los supermercados dicen mucho más de lo que creemos sobre nosotros. Las teorías de la economía estándar dicen que todos sabemos hasta cuánto estamos dispuestos a pagar. ¿Cuánto se gastaría usted en un vino? ¿Y en un jersey? Siempre que compramos tomamos decisiones de precios. Pero a veces es muy difícil, por ejemplo, evaluar qué vale el placer de saborear un helado. Solemos establecer lo que valen las cosas por comparación. Por ejemplo, en un restaurante, si en la carta hay un plato muy caro y al lado uno no tan caro –pone como ejemplo Dan Ariely, profesor de Psicología del Consumo del Massachusetts Institute of Technology (MIT)– seaguramente el segundo nos parecerá razonable y lo escogeremos.

Que estemos más omenos satisfechos con nuestra adquisición depende en buena medida de las expectactivas que tengamos sobre un producto. Neurocientíficos del MIT hicieron una prueba con individuos que compraron calmantes, unos de una marca conocida y cara, y otros, de una blanca y barata. Los del segundo grupo se arrepintieron y afirmaron que sus pastillas eran peores que las caras.”Cuando experimentamos la realidad pensamos que es una realidad objetiva, pero no lo es, porque la realidad en parte es una combinación de lo que hay dentro y lo que hay fuera”, dice Ariely.


Menos es más

Valorar los puntos a favor y en contra de cada elección requiere que invirtamos una gran cantidad de tiempo y de recursos, y resulta poco eficaz. Aunque, claro, tomar la primera decisión que se nos presenta tampoco parece funcionar. Y es que el proceso para tomar decisiones correctas no consiste en disponer de una gran cantidad de información, sino en descartar intuitivamente aquella que no necesitamos.

En ocasiones a nuestro superyó ese funcionamiento le parece poco de fiar, por lo que hemos interiorizado la creencia de que más siempre es mejor. Sin embargo, los experimentos demuestran que si tenemos menos información, las decisiones pueden ser mejores. El psicólogo estadounidense Barry Schwartz, autor del libro ¿Por qué más es menos? (Taurus Ediciones, 2005), habla de la paradoja de la elección y afirma que, si bien necesitamos tener opciones, a medida que estas crecen, elegir tiraniza.

Y es que, aunque parece lógico pensar que cuantas más alternativas mejor porque hay más posibilidades de que esté incluida la que más nos guste y que, por tanto, quedemos más satisfechos, lo cierto es que la mente humana no funciona así. Podemos asimilar una cantidad limitada de información, más nos colapsa y nos agobia.

Publicado en Cristina Sáez. Post original aquí.

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