La utilidad del tiempo perdido

Por Manel Muntada Colell

Los principales obstáculos al cambio en las organizaciones no suelen emerger en el momento en que éste va a producirse, ni mucho menos, sino que suelen estar presentes ahí, desde siempre, inoculados en el torrente de la cultura organizativa y bombeados rítmica y periódicamente hacia cada rincón de la organización a partir de aquellas inercias, hábitos y comentarios que se realizan de manera normal y espontánea.

 

Las más de las veces, suelen formar parte del mantra de la organización, de los tics comportamentales, de lo que se dice y se dice que se hace, tenga que haber cambio o no, y normalmente están muy relacionados con aquello por lo que se valora y reconoce a las personas en aquel entorno.

 

De ahí que la principal resistencia al cambio suela venir, aunque parezca paradójico, de parte de quienes deberían liderarlo.

 

Esta familiaridad dota a estos obstáculos de la invisible evanescencia de lo cotidiano y los hace muy difíciles de detectar o de tomar clara consciencia de ellos, ya que suelen formar parte de los componentes nutritivos del líquido amniótico en el que flota la organización.

 

De hecho, normalmente, por no existir no existe ni la acción de resistirse al cambio sino que es el cambio el que acaba disolviéndose inocuamente por una narrativa organizativa que lo ignora sin necesidad de poner empeño en ello. De hecho, al igual que sucede con las personas, cada organización, lejos de estar condenada al aislamiento, goza de su propio lugar en el mundo y tiene quien le quiere tal y como es.

 

La clave para entender la dificultad ante cualquier cambio hemos de buscarla, pues, en ese relato en el que la organización cree, en el que se inspira, en el que fundamenta todos sus argumentos y a partir del cual, aquellos y aquellas que lo proclaman en voz alta obtienen más influencia dentro de ella.

 

Evidentemente, en este aspecto, cada organización tiene sus singularidades, pero hay algunos rasgos compartidos en las culturas de gran parte de las organizaciones de este hemisferio.

 

Entre esas peculiaridades, quizás una de las que tienen más relevancia, es el supuesto pragmatismo que suele utilizarse para argumentar que el valor del tiempo empleado es directamente proporcional a la utilidad inmediata de aquello que se obtiene.
El culto a la utilidad evidente e inmediata ha llevado a que una conversación sobre filosofía corporativa, una reunión que acabe sin unas conclusiones “aplicables”, debatir sobre un concepto o reflexionar sobre ideales futuros, sea visto y vivido como una gran pérdida de tiempo y que practicarlo sea un deporte de riesgo para aquellos equipos y personas que ven en ello una necesidad.
Pero, desde un punto de vista práctico, cultivar aquellos aspectos relacionados con atender a la diversidad de formas de pensar, establecer un lenguaje común, debatir sobre los valores reales que han de determinar la vida corporativa o unificar criterios respecto a los propósitos que han de orientar las actuaciones, son la clave para cosechar una utilidad insospechada que genera rendimientos sólidos y permanentes en la salud organizativa.
Dejar de hacerlo es abocar a la organización a la superficialidad del discurso, al desconocimiento mutuo, a la disparidad de actuaciones, a la inmadurez, al conflicto, a la falta de motivos, a la ignorancia conceptual, a la veneración de lo inmediato, a la ausencia de propósito y al tristemente conocido no tener tiempo que perder para decidir sobre nada nuevo que no forme parte de la liturgia de siempre.
Una extendida y mal entendida orientación a resultados es la responsable de que actualmente se ignore, abiertamente y sin ningún pudor, que se requiere de tiempo que perder para que pueda ser de provecho.
Algo tan importante y común como difícil de hacer ver y de cambiar.
La segunda imagen corresponde a Alice in Wonderland [1879] de George Dunlop Leslie

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La importancia de la voluntad

Por Manel Muntada Colell

Durante años hemos creído que la clave del cambio está en el hecho de tener un buen plan, con unos objetivos racionales que se desprendan de la lógica de un análisis concienzudo y de una métrica precisa.
Disponer de un plan así, genera todavía aquella confianza que sólo las matemáticas despiertan y el convencimiento compartido de tener entre manos algo profesional y serio, casi científico. Esta creencia, nos ha llevado hasta el momento actual.
Pero, sin mencionarlo, siempre hemos sabido que el cambio solo sucede si las personas quieren cambiar. Que, si un objetivo no se desea, no se persigue con la intensidad suficiente. Que sin voluntad no hay cambio, porque el cambio no se realiza desde la intelectualidad ni el diseño, sino desde la voluntad de querer cambiar. Que esta voluntad puede ser estimulada por un plan pero que emana del mismo centro de la persona. En resumen, que a más voluntad más posibilidad de cambio, haya un plan o no.

Aun así, algunas personas siguen evitando cualquier situación que reclame habérselas con la incertidumbre, aferrándose a la simplicidad del dato, a un vocabulario libre de conceptos vaporosos y a la solidez racional del andamiaje lógico de un plan estructurado en misión, visión, líneas, objetivos, acciones e indicadores, muchos indicadores.

Nadie dice que esto no sea útil o importante, sólo que, de poco sirve si el propósito es, realmente, hacer efectivo el cambio. Para ello hace falta habérselas con la incertidumbre y abocar atención y esfuerzo en sumar intangibles como lo es la voluntad de la persona para erigirse en agente, ejemplo y motor del cambio.

A pesar de esta inercia que empuja a acomodarse en los cánones tradicionales, el momento actual reclama una nueva manera de enfocar el cambio que ponga en el centro a la persona, es decir, que la empodere para hacerla sujeto principal del cambio.

El cambio hacia un modelo basado en la salud [y no en la enfermedad], la transición hacia modelos de consumo energético limpios y más sostenibles, el cambio de paradigma de la formación al de la persona que aprende, la integración de la ciudadanía en el mantenimiento y cuidado de los espacios verdes y de la biodiversidad de su ciudad, la generación de escenarios de participación para fomentar la inteligencia colectiva e implicar a las personas haciéndolas propietarias de la proyección estratégica de su organización, etc., todos ellos son ejemplos muy actuales que emanan del convencimiento básico de que el verdadero motor del cambio no es otro que la voluntad de la persona de querer hacerlo, de que esta voluntad cobra su forma real, cuando ella misma es el ejemplo vivo del cambio que quiere provocar y de que hay que apostar por ello.

Esta imagen de voluntad y fuerza por variar el cursos de las cosas, corresponde a una pintura de Julien Dupré que lleva por título “Au pâturage” [1882]

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La piedra angular del trabajo en equipo

Por Manel Muntada Colell

Cuando se trata de comprender las claves del trabajo en equipo, suele ponerse el foco en el andamiaje racional que forman aquellos factores que creemos que activan la mecánica de la colaboración.

Así pue, es habitual que se haga referencia a la necesidad de que exista un objetivo común, a la distribución de unos roles funcionales entre las personas, a disponer de unos mecanismos claros de seguimiento y reparto de las cargas de trabajo, a la orientación a facilitar el trabajo del otro, a la necesidad de un liderazgo que haga emerger y sepa poner en valor la diversidad de talentos, etc., todo ello, sin lugar a duda, importante y muy necesario para cualquier grupo humano que pretenda trabajar de manera colaborativa y mínimamente organizada.

Pero, la práctica nos indica que, aunque muy necesarios, estos factores distan mucho de ser suficientes ya que, desafortunadamente para aquellas mentalidades que pretenden identificar la clave del trabajo en equipo en la disposición ordenada de estos factores, lo que es considerado como “racional” no suele poner el foco en el todo, sino tan sólo en la parte instrumental, manejable y cuantificable de las relaciones de colaboración, dejando en la sombra los aspectos menos gobernables, tácitos, más orgánicos pero angulares de las relaciones humanas, ya que, para trabajar en equipo y colaborar con otros, lo básico es querer hacerlo.

Evidentemente la alineación de los propios propósitos con la meta del equipo, la existencia de canales de comunicación claros, la distribución equilibrada de las cargas de trabajo, el reconocimiento al valor aportado o la corresponsabilidad en el logro de un objetivo común, son determinantes para activar la voluntad de alguien para trabajar en equipo, pero estos mismos factores son muy frágiles y susceptibles de ser desactivados inmediatamente al menor cambio sobre el interés que las personas del equipo tengan de “estar” unas con otras.

Aquello que se suele denominar “sentimiento de equipo” y que es secretamente invocado como la panacea de la voluntad de coordinarse o de ayudarse mutuamente, requiere de algo más basal que la magia que sea capaz de destilar la proclama motivadora de un líder o de la constatación de unos resultados en los que se ha participado para conseguirlos, requiere de la satisfacción de las personas por estar juntas, algo que se desarrolla a partir de la calidad de la comunicación que hay entre ellas.

La calidad de la comunicación en el seno de los equipos de trabajo suele ser, en demasiados casos, la asignatura pendiente y la causa principal de la desafección de muchas personas respecto del querer estar unas con otras.

Pero, aunque reaccionen a ello, este factor suele actuar de manera inconsciente y las personas suele atribuir su falta de interés a aspectos más “razonables” como pueden serlo la falta de interés por el objetivo, la poca disponibilidad o las cargas de trabajo.

La causa de que pase desapercibido puede que se halle en la falta de calidad comunicativa que, en general existe en nuestros entornos sociales y en el punto hasta el que ya se considera normal hablarnos sin escuchar, interrumpir, competir por la palabra o utilizar expresiones negativas o de rechazo a aportaciones que no coincidan del todo con las nuestras. De hecho, sobre la apariencia de querer construir conocimiento de manera conjunta de muchos debates, y al margen de que el estilo sea más o menos agresivo, sobrevuela más el deseo de imponer y de ganar que el de aportar y contribuir.

La piedra angular del “querer estar” y sobre la que descansa la voluntad de trabajar en equipo a la que deben prestar especial atención facilitadores, moderadores, dinamizadores o líderes es la calidad comunicativa de la conversación que se establece entre las personas.

Una calidad que, lejos de hallarse en la profundidad, exactitud o convicción de lo que se dice, se halla en otros aspectos como el cómo se dice, esto es, a través de un registro lingüístico accesible y próximo, limpio de expresiones agrias y desprovisto de ironía o exigencias hacia quien escucha. Una comunicación con más foco en la escucha, con interés, respetuosa y más atenta a reelaborar el mensaje que a apostillarlo, rebatirlo o criticarlo.

Una comunicación que estimule y aporte la sensación de seguridad, respeto y bienestar que las personas sienten de manera espontánea a partir de cómo se les habla y son escuchadas y que está en la base del sentirse bien, del querer estar unas con otras y del sentirse parte importante del conjunto.


La primera imagen corresponde a “Conversación” de Joaquín Agrasot Juan [1836]

La segunda es de Ron Hicks’s: “Twilight Conversation”, 2013 [detalle]

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El poder de “contar un cuento”

Por Manel Muntada Colell

La forma más efectiva de transmitir verbalmente una idea sin necesidad de que se deban tomar apuntes, leerlos y releerlos, muchas veces, hasta memorizarlos, es explicando un cuento.

El cuento ha sido, desde antiguo, unos de los principales recursos para transmitir experiencias y conocimientos o para inculcar valores, códigos de conducta y temores. Un ejemplo lo tenemos en las religiones; los textos religiosos acostumbran a ser recopilaciones de relatos, historias que explican las vicisitudes de tal o cual personaje, no están apoyadas en sesudos argumentarios, te explican un relato, por ejemplo el de Adán y Eva y retienes fácilmente la secuencia de acontecimientos: la creación del hombre, la costilla y la mujer, la felicidad inicial, el árbol, la prohibición, la manzana y la serpiente, la mordida compartida, el desnudo, la vergüenza, la hoja de parra, la expulsión, tinieblas y sufrimiento.

Una sucesión de imágenes que nos atrevemos a transmitir con total seguridad sin necesidad de tener que repasarlas para poder retenerlas ya que, gran parte de este efecto que producen los relatos se debe a que estimulan, en las personas, una recreación visual imaginaria de aquello que están escuchando o leyendo. Inevitablemente reproducen en su fantasía, los escenarios, situaciones, voces o el rostro de los personajes que aparecen en la narración. Tanto es así que, cuando, por ejemplo, un relato se lleva al cine, hay quien se niega a ver la película por el temor a que las imágenes que muestra la pantalla no se correspondan con las que imaginó en su momento.

Esta es una de las claves del extraordinario efecto que ejercen los relatos sobre los seres humanos, el de abducirlos y transportarlos imaginariamente a los escenarios en los que se reproduce la historia y es justamente ahí, en este poder vivencial, de donde emana su extraordinario efecto pedagógico.
Porque los ojos abiertos, con las pupilas dilatadas, en la impasibilidad rayana con la parálisis con la que representamos a una criatura escuchando un cuento, se dirigen hacia dentro, hacia la secuencia de imágenes que su mente está recreando, al universo en el que le ha sumergido la narración. Los cuentos invitan a acompañar muy de cerca a los protagonistas en sus peripecias, a ver el mundo desde sus ojos, a empatizar con ellos. Sin lugar a duda, en un momento de nuestras vidas, todos fuimos Caperucita y nos internamos en aquel bosque.
Poder seguir al personaje hasta el punto de vivir lo que le está ocurriendo y confundirse imaginariamente con él, permite experimentar en carne propia, no tan sólo el efecto de sus decisiones, sino el proceso y los criterios que ha seguido para tomarlas, de ahí que uno de los momentos más poderosos, siguiendo con el ejemplo de Caperucita, sea cuando se detiene a hablar con el Lobo, algo que en nuestra mentalidad infantil, no podíamos entender de la protagonista [¡pararse a hablar con el Lobo”!] pero que, inconscientemente, impactaba con un mensaje de gran valor pedagógico, la conveniencia de no imitar y huir del carácter veleidoso e inconsciente que ya intuíamos en aquella niña que se distraía, alegremente, con flores y pájaros, ajena a los consejos de su madre e indiferente a la terrible amenaza que acechaba en el bosque. Esta era la gran lección.
La efectividad del cuento se halla en su poder para sumergir en la situación a quien se halla bajo su influjo, esto es lo que hace posible que se perciba más de lo que está escrito, que se empatice con las sensaciones y emociones de los personajes, que se viva, comprenda y asimile la situación como si fuera propia.
Los recursos pedagógicos del cuento se encuentran en la propia narración, en ningún momento el adulto aclaraba el porqué de tal o cual reacción. No era necesario dar explicaciones sobre los efectos espeluznantes de encontrarse con el Lobo en el bosque. Al final de la historia, tampoco se hacían preguntas sobre los puntos fuertes o débiles del carácter de Caperucita ni sobre los aspectos que refrendaban las principales conclusiones que se desprendían del relato, no hacía ninguna falta. Tan sólo era necesario deshilar el relato cuidando de que los matices en el timbre y el volumen de la voz junto, con un adecuado uso de los silencios, crearan el espacio suficiente para que la imaginación hiciera el resto y los principios activos del relato actuaran en nuestra mente inoculando los ruidos, colores, sonidos, sensaciones, criterios, valores, gozos y recelos agazapados en cada pliegue de la narración.
Ahí está la fuerza del cuento y la razón de que, al margen de edades, niveles culturales y condición social, una historia, bien contada, siga siendo, de largo, el canal más poderoso para transmitir experiencia, valores y miedos entre los humanos.
Leer es bueno para cualquier persona y sería fantástico que, además de conveniente, fuera igual de interesante y habitual, pero, para aquellos profesionales cuya actividad depende o está basada en comprender las circunstancias o el punto de vista de otras personas, la lectura debiera ser un hábito, algo totalmente integrado en su día a día, uno de los canales más importantes para su desarrollo profesional.
Y el tipo de lectura al que me refiero no es la de los textos técnicos, de pensamiento, ensayo o de actualización profesional, no, sino la narrativa, la novela, sin importar que ésta esté basada en hechos reales o de ficción, ni que la temática o el argumento sea de fantasía, policíaco, psicológico o de aventuras. Tan solo que sea un relato, el desarrollo de una historia basada en las evoluciones de unos determinados personajes inmersos en sus propias vidas, que estimulen en nuestra imaginación su visión del mundo, las circunstancias que influyen en sus decisiones, que muevan a empatizar con sus emociones y sentimientos que, en suma, permitan integrar a nuestra propia experiencia, su vivencia.
Esta es, sin duda alguna, una de las maneras más efectivas de aumentar nuestra experiencia, conocer nuevos mundos, situaciones y personajes y, en consecuencia, de ampliar nuestra visión comprensiva de todo lo que nos rodea.
Del mismo modo, aquellas personas interesadas en transferir los aspectos más sutiles y basales de su experiencia o en compartir su punto de vista, opinión o conocimiento sobre algún tema, debieran hacer uso del poder de un cuento para lograr su objetivo, despertar el interés de su auditorio, capturar su atención y sumergirlo en la situación, dar volumen y hacer más vívidos los contenidos para facilitar su comprensión y aprendizaje.
Nuestras organizaciones debieran de llenarse de los relatos y de las historias de su gente, que sus experiencias fueran contadas, conocidas por todos e integradas en el acervo de aquel conocimiento corporativo con el que las personas tejen el vínculo atemporal que existe entre ellas y obtienen las orientaciones y criterios tan útiles en sus decisiones.
––
  • Desconozco quien es la autora o autor de la imagen que encabeza el artículo, pero me gusta especialmente el giro inesperado que puede cobrar la historia.
  • La segunda imagen es un detalle de Story of Golden Locks de Seymour Joseph Guy [1870].
  • La última imagen es la reproducción de un óleo de Carl Larsson que lleva por título: “Caperucita Roja y el lobo en el bosque” [1881].

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La capacidad de aprender

Por Manel Muntada Colell

Hubo un tiempo en que el aprendiz buscaba al maestro. De hecho, éste se definía como tal –como maestro- por aquella o aquellas personas que acudían a él para aprender lo que sabía hacer.

En nuestra imaginación anidan cientos de imágenes y secuencias entre aprendices y maestros colocadas ahí a través de los cuentos populares y películas que hemos visto.

En todas ellas la figura del aprendiz suele estar representada por alguien muy joven, generalmente un niño, transportándonos a un momento en que el aprendizaje de un oficio era la mejor manera de aprovechar la maleabilidad de la infancia. Al maestro, en cambio, se le podía representar como a alguien de mal carácter, desaliñado, huraño, solitario y esquivo. En algunos casos, era difícil establecer una relación directa entre la delicadeza de lo que se elaboraba en aquel taller y el carácter ruin, egoísta y mezquino de aquella persona, más interesada en el uso esclavo del aprendiz que en hacer de él alguien de provecho, capaz y autónomo.

Normalmente, de estas historias, se deducía que tan sólo la muerte del maestro determinaba la adultez y la capacidad del joven para valerse por sí mismo y poder establecer una transacción de igual a igual con el mundo en el que vivía, un esquema en el que resonaban los ecos freudianos de un mundo ordenado y mantenido a raya mediante el triunfo de la experiencia sobre la juventud, del deber sobre el placer y de la culpa sobre el instinto, previsiblemente uno de los aprendizajes que se esperaban de tales historias.

También tenemos otros ejemplos que hacen referencia a maestros menos extremos, incluso bondadosos, donde los aprendices se arremolinaban a su entorno para absorber su conocimiento o aprender sus sabias artes. En fin, el carácter del maestro era un factor más entre las circunstancias que acompañaban al discípulo en su proceso de aprendizaje.

Pero, en todos los casos, el verdadero interés por aprender emergía del alumno, un deseo tal que hacía que él mismo pusiera todo su empeño y fuera el único responsable de establecer los puentes entre sus ganas de aprender y la fuente donde se hallaba el conocimiento que buscaba, al margen del carácter, del trato o de la capacidad pedagógica que tuviera el maestro.

Estas imágenes contrastan con la sobreatención y la importancia que se le atribuye, en nuestras organizaciones, a las metodologías de formación y a las capacidades que han de tener los docentes para facilitar el aprendizaje. Metodologías y capacidades que incluyen, las más de las veces, la manera o la habilidad para despertar el mínimo interés del alumno, capturar su atención y envolverlo en una dinámica capaz de generar el clímax necesario para abrir todos sus poros al aprendizaje.

Y no es que no crea útil e incluso necesaria la capacidad de sensibilizar y seducir a la persona hacia el aprendizaje, no, sino que también cabe preguntarse dónde queda, en esta ecuación, la capacidad para aprender que poseen las personas a las que se dirige la formación y hasta qué punto se tiene en cuenta este factor en el éxito o el fracaso del impacto de una acción destinada al aprendizaje.

De alguna manera, más o menos explícitamente, todos sabemos que aprende quien realmente quiere aprender y que, como con todo, de poco sirven las acrobacias metodológicas o técnicas cuando no existe una voluntad sincera de asimilar algo nuevo o de cambiar.

Es cierto que las metodologías, tecnologías y las habilidades interpersonales de los docentes facilitan el aprendizaje en términos de eficacia y eficiencia pero también sabemos que están supeditadas a la voluntad por aprender que tenga el alumno y que ésta no es tan sólo una condición necesaria sino que incluso llega a ser, por ella misma, suficiente cuando la persona tiene la posibilidad de acceder directamente a la fuente de aprendizaje.

En el afán habitual por reducir a una ecuación operativa, simplificarlo e instrumentalizarlo todo, suele atribuirse la capacidad de aprender a factores tales como el tiempo del que se dispone, la calidad y atractivo de los contenidos, la capacidad analítica de la persona o su receptividad a nuevos enfoques, por poner algunos ejemplos. Pero estos factores adquieren sentido e incluso algunos pierden toda su relevancia cuando la persona quiere realmente aprender.

La capacidad de aprender está directamente relacionada con la consciencia que se tiene de uno mismo y con la capacidad autocrítica y la necesidad de cambio que se deriva de ella. De nada sirve enseñar a quien no cree necesitarlo. Aprende quien quiere incorporar a su haber algo que sabe que no tiene y que desea poseer. Sin una mínima consciencia de esta carencia y un deseo de solucionarla no es posible la permeabilidad y el gasto calórico inherente a todo aprendizaje. Aprender supone cambiar y para ello, uno ha de tener motivos, la autocrítica es la capacidad básica que permite activar el mecanismo íntimo que hace posible cualquier cambio.

Pero la autocrítica comprende un abanico de grados, a lo largo de los cuales se distribuyen todas las personas y que abarcan desde la sensibilidad para detectar y admitir un déficit en una habilidad instrumental hasta la capacidad para reconocer carencias fundamentales en el desarrollo de un rol interpersonal, social o profesional.

Normalmente los primeros niveles de autocrítica son comunes y se pueden hallar fácimente en cualquier persona. Es frecuente y sencillo reconocer poca habilidad en el manejo de una determinada herramienta, lo que no es tan evidente es suponerle a nadie los niveles más profundos de autocrítica como los que se requieren para reconocer poca capacidad de escucha, de empatía, de colaboración, de generosidad o de liderazgo, por citar algunas competencias profesionales consideradas clave en el momento actual.

Muscular la capacidad autocritica y elevarla a la categoría de valor en nuestras organizaciones, aquejadas todavía de la imperiosa necesidad de demostraciones de seguridad o infalibilidad profesional e inmersas, como están, en una cultura [organizativa y social] que sigue viendo en la duda, en la humildad o en el reconocimiento de las propias carencias, un signo de debilidad, debiera ser un reto para cualquier modelo de aprendizaje que se quiera impulsar. Y más cuando la formación suele ser, paradójicamente, la herramienta utilizada para vehiculizar el cambio.

La primera fotografía es de Arthur Tress y pertenece a su álbum: Transréalités.
La segunda imagen corresponde a una secuencia de la película Billy Elliot [2000], un ejemplo claro de lo que es capaz la voluntad de aprender en un entorno totalmente adverso.

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La ilusión de perseguir un sueño…

Por Manel Muntada Colell

Supongo que si me plantease hacer un viaje lejos y, posteriormente a haberlo decidido, averiguase los recursos de los que dispongo, me podría plantear ir más lejos que si primero averiguase los recursos de que dispongo y en función de estos me plantease viajar.
La diferencia entre las dos aproximaciones estriba en el hecho de viajar a dónde quiero o a dónde puedo.
Si al final decidiese ir a dónde puedo, sólo significaría, entre otras cosas, que lo que quiero, no lo quiero tanto como para invertir en ello recursos y tiempo.
Esta época del año es, para mí, tiempo de dibujar ideas, de diseñar escenarios junto a los clientes con los que colaboro y me encuentro a menudo con situaciones parecidas a la de la analogía del viaje.
En muchos casos parece imposible disociar el momento de decidir a dónde voyde los problemas que surgen mientras se piensa en ello, de tal suerte que, al final, lo más probable es que se construya o diseñe algo a la medida de la situación de la que se parte, algo que seguramente se pueda realizar pero que no llegue a la altura de lo que realmente se desearía hacer. Algo que no ilusione o que resigne a nuestra ilusión.
Desde mi punto de vista, es mejor separar la idea que nos gusta, y de la que partimos, de aquellos inconvenientes que, de momento, se tenga o se prevea que pueden aparecer, así como del método o técnica utilizados para llevarla a cabo.
En un principio, lo mejor es profundizar en ella, en las motivaciones que nos impulsan, en los beneficios y valor que añade a la organización, a sus personas, a los equipos, etc. Hemos de escribirlo, listarlo, ilusionarnos
Una vez la idea de lo que queremos esté realmente clara y alineada con nuestro deseo, ahora sí que toca identificar aquellos factores que generen inconvenientes o dudas para su logro. Aquí es donde se podría encajar el manido Diagrama de Ishikawa, aunque no para buscar determinantes de problemas sino para identificar problemas… [¿Qué diría el japo del nombre raro?]
Identificados los factores, buscar, para cada uno de ellos, los obstáculos que prevemos [que si los sindicatos, que si puede haber poca participación, que la dificultad para tratar los datos… ya sabes, los problemillas…] y plantear aquellas soluciones a los problemas detectados que preserven al máximo la idea [el sueño] inicial.
En fin, que ya sé que es muy básico, pero todo sea por hacer lo que realmente queremos hacer [o algo muy parecido] y no sólo lo que podemos hacer… es tan mediocremente común y tan aburrido…
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Autocrítica, honestidad y liderazgo

Por Manel Muntada Colell

Capacidades como la autoconsciencia, la autocrítica y, en muchos casos, la empatía, tienen una curiosa característica en común y es que cualquier persona está convencida de poseerlas ya que, en la propia naturaleza de estas cualidades, anida la imposibilidad de darse cuenta cuando están bloqueadas o, sencillamente, no se tienen.

El autoconocimiento, esto es, la capacidad para dibujar el propio mapa interior localizando aquellos valores, inercias, criterios, pulsiones y resortes que determinan la interpretación y vivencia de todo aquello que acontece en la persona, está íntimamente relacionado con la capacidad de escucha y silencio que pueda guardar esta misma persona ante la marea de pensamientos, sensaciones y emociones que la invaden y que contribuyen, de manera decisiva, a ofrecerle la que será su singular interpretación de la realidad.

El convencimiento al que llegan, no pocas personas, de creerse “tal cual quieren llegar a ser” o “desean ser vistos”, es el principal hándicap que impide desplegar la actitud fundamental que se requiere para autoconocerse. Una de las causas principales de esta actitud la debemos hoy en día a la relevancia y derroteros que ha tomado el concepto de marca personal y a la peligrosa posibilidad, tristemente demostrada, de que algunas personas muten y no lleguen a distinguirse de la propia máscara que se han creado.

La autocrítica puede considerarse como una de las consecuencias naturales del conocerse a uno mismo y es una capacidad claramente orientada a la mejora personal, es decir, a afinar aquellas cuerdas o engrasar aquellos mecanismos personales que permitan acercarse al ideal de persona que se desea ser.

No voy a entrar en aquella supuesta autocrítica que se realiza al margen de cualquier autoconocimiento, en sus consecuencias ni en las obscuras finalidades que la motivan porque no contribuyen al objeto de este post, pero sí que es importante tener en cuenta que plantearse una mejora supone creer en la certeza de que se puede ir más allá y de que es esta convicción la que permite aspirar y suspirar por algo distinto de lo que ya se es y se hace. Es francamente difícil para aquella persona empecinada en demostrar que “está de vuelta de todo”, poder zafarse de los límites de su supuesta experiencia y aspirar a ser algo distinto de lo que se esfuerza en reivindicar.

Para cerrar este apartado conceptual, conviene recordar que la autocrítica es uno de los principales indicadores externos de la cantidad y calidad del autoconocimiento, un indicador nada fácil de detectar ya que suele estar enmascarado por los moldes de personalidad que “se llevan” en un momento determinado. Por ejemplo, en esa época nuestra que quiere caracterizarse por la COlaboración y por el COmpartir en red es posible disfrazar el autoDESconocimiento por una curiosidad insaciable y este aprendizaje continuado tan de moda. En resumen, no es extraño que muchas personas se exhiban en un estado de continua plasticidad y liquidez investigadora mientras ignoran los verdaderos resortes que condicionan su ansiedad. Y hasta aquí la contextualización de los conceptos.

Una de las teorías más consensuadas sobre el origen en los humanos de esta capacidad para la autoconsciencia y para la autocrítica se fundamenta, al igual que la empatía, en las extraordinarias ventajas que aporta a la sociabilización en general y a la calidad de las relaciones y de los resultados obtenidos por un equipo de personas en pro de un objetivo común, en particular. Yendo al grano y centrándonos en los equipos de trabajo, a nadie se le escapa que estas capacidades son la base a partir de la cual se pueden desarrollar otras competencias que son clave para los grupos de trabajo [y muchas para la vida en general] como por ejemplo: la flexibilidad, la comunicación, el autodesarrollo, el trabajo en equipo o el liderazgo.

En el caso del liderazgo y atendiendo a la importancia que, para llevarlo a cabo, tiene el comprender las inquietudes, deseos, motivaciones y todo aquello que en las personas incide de manera determinante en la calidad del trabajo en equipo, es sumamente importante que el líder reserve parte de su tiempo para auscultar y tomarle el pulso a sus principales motivaciones, anhelos, ambiciones, temores y frustraciones para, de este modo, conocer el auténtico origen de aquellas valoraciones y de las decisiones que toma sobre su equipo y sobre cada una de las personas que lo componen.

No es insólito encontrar juicios y dictámenes que, vestidos con los hábitos de la experiencia, de la voluntad de educar o de la equidad respecto a los demás miembros del equipo ocultan entre sus pliegues el duende de la soberbia, del resentimiento, de la envidia, del miedo o de los posibles celos que los originan. Una posible ética del liderazgo debería exigir honestidad por parte del líder a la hora de incluir su propia respiración en el total de oxígeno que consume su propio equipo.


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Del mismo autor en este blog:

Evaluar a las personas

La irresponsabilidad estructurada

Desde mi perspectiva

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Evaluar a las personas

Por Manel Muntada Colell

Medio en broma, antes se comentaba que la valoración sobre el estado de alguien aquejado e intervenido quirúrgicamente de alguna enfermedad cerebral variaba dependiendo de la perspectiva del profesional que emitía dicha valoración. Así pues, desde el punto de vista del neurocirujano la cosa había ido bien si al final de la intervención la persona todavía estaba viva, en cambio, para el neurólogo no era suficiente y el paciente debía responder adecuadamente a la exploración de los principales reflejos y pares craneales, el neuropsicólogo, en cambio, no se pronunciaba hasta comprobar el grado en que se mantenían las funciones cognitivas. Tres puntos de vista a los que seguramente hoy se añadirían la percepción psicológica, la sociológica, etc., y que, más que complementarias, se integraban unas en otras, al igual que matrioskas, hasta ofrecer una visión holística del estado del ser humano.

Esto es lo que sucede generalmente cuando se valora a las personas desde una determinada perspectiva, la supuesta objetividad que se esgrime sólo es admisible si, al mismo tiempo, se pone en duda admitiendo las limitaciones de quien las ha tomado, de cómo lo ha hecho y del punto de vista adoptado.

Las continuas referencias que hace el Estatuto Básico del Empleado Público [EBEP] a la ordenación de los puestos de trabajo en base a las competencias y capacidades requeridas para su correcto desempeño, y las consecuencias de la evaluación de dicho desempeño, las cuales incluso podrían llegar a determinar la continuidad en un puesto de trabajo obtenido en concurso, añaden más sombras, si cabe, al espinoso tema de la evaluación de personas y, más concretamente, al de la evaluación de las competencias profesionales.

A pesar de las experiencias más o menos exitosas que puedan existir, se plantean, entre otros, algunos interrogantes importantes a tener en cuenta y sobre los que se han de plantear tiempos, así como diseñar actuaciones específicas, si no se quiere persistir en el empeño de invertir tiempo y esfuerzos en seguir utilizando metodologías que parten de una genética del salir del paso camuflada de objetividad científica que sólo conduce a malformaciones de las que conocemos, de sobra, sus consecuencias.

Así pues:

1.- La variabilidad de tamaño, estructuración y grado de madurez hacen que, en la práctica, no se pueda hablar de Administración Pública sino de administraciones que suman a todos aquellos puntos que tienen en común una idiosincrasia propia para cada una de ellas que incide directamente en el propósito y utilización de este tipo de herramientas de gestión. Disponer de una buena metodología para la evaluación del desempeño aplicable en un entorno organizativo concreto no garantiza en absoluto su idoneidad en otro entorno organizativo distinto.

2.- Desde que a finales de los 80 se inició el proceso de modernización de la Administración General del Estado, son contadas las administraciones que han integrado la gestión por objetivos en su modelo de gestión. No me refiero a disponer de planes estratégicos, directores, o proyectos puntuales, no, sino a gestionarse y valorar su actuación a partir del logro de objetivos concretos, medibles y controlables exceptuando, como ya he dicho, alguna organización, departamento, programa o proyecto estelar, archiconocidos desde tiempos remotos justamente por eso, por su singularidad respecto a la mayoría. Es de suponer que esta falta endémica de orientación a los resultados por parte de las administraciones públicas plantea serios interrogantes metodológicos a la hora de evaluar el desempeño de las personas.

3.- La vinculación inmediata de la evaluación del desempeño a aspectos críticos de la vida laboral, como lo son la retribución variable o la continuidad laboral, impacta directamente en la relación de la herramienta con las personas y en el grado de confianza necesario para que, a la vez, sea fiable como instrumento para el desarrollo del perfil profesional.

4.- El concepto de competencia profesional tiene, hoy por hoy, una envergadura teórica de mucho más recorrido que la realidad práctica en la que suele traducirse. Una realidad que se desprende de descripciones de puestos de trabajo en algunos casos clonadas y casi siempre excesivamente amplias que redundan en directorios de competencias, simplificados hasta el infantilismo y demasiado generales como para ser sensibles al valor diferencial que aporta una persona determinada al puesto que ocupa. Es evidente que los directorios y el mismo concepto de competencia requiere de una vuelta de tuerca más en lo que se refiere a su concepción y desarrollo metodológico acorde con los conocimientos y momento actual y que integre, además, el punto de todos aquellos agentes que se ven afectados por ella, entre ellos, la de los clientes y la de los proveedores.

5.- La evaluación del desempeño vuelve a traer a un primer plano el papel de los directivos y, en general, el de todas aquellas personas que tienen responsabilidad sobre equipos, o sobre otras personas, en escenarios en los que puede llegar a ejercerse un control sobre la autoridad de estos perfiles que puede rayar con la parálisis y a la que hay que sumar las dudas sobre la idoneidad de las personas que ocupan muchos de estos puestos para asumir una función que requiere, a todas luces, de una consciencia clara y de un compromiso sincero en el desarrollo de los profesionales, así como de la capacidad de liderazgo, autoconsciencia, autocrítica y sensibilidad necesaria como para generar confianza y llevar a cabo la evaluación de otras personas de manera fiable para todos los agentes implicados.

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Desde mi perspectiva

Por Manel Muntada Colell

Como consultor, normalmente trabajo con directivos y casi siempre a través del desarrollo de alguno de sus proyectos. También tengo la oportunidad de mantener, con no pocos de estos profesionales, una relación continuada en la que se mezcla el asesoramiento en la toma de decisiones con agradables conversaciones que suelen girar en torno al sentido e impacto que tiene y debería tener el ejercicio de su liderazgo. Es frecuente que estas conversaciones suelan incorporar esbozos para el diseño de futuras actuaciones y que sean, para mí, un auténtico vivero en el que han germinado las mejores ideas.

Aunque no me cabe ninguna duda de que todavía me esperan sorpresas, es fácil deducir que, a lo largo de todo este tiempo, he podido registrar una gama importante de grises que se extiende desde el negro de la dirección más desaliñada, desconfiada y pobre de espíritu hasta el blanco de aquel liderazgo por el que, sin duda alguna, apostaría y del que extraigo la verdadera materia prima que utilizo para fabricar el conocimiento que necesito para seguir trabajando. Porque, aunque no me cabe ninguna duda de que se aprende de los errores, de lo que estoy absolutamente convencido es que de la incompetencia hay poco que aprender, lo que hay da para poco y se desea olvidar con la misma brevedad.

Algo parecido al memento homo, quia pulvis eris et in pulvis reverteris [acuérdate hombre, que polvo eres y al polvo regresarás], que nos susurraban crípticamente mientras dibujaban en nuestra frente infantil una cruz de ceniza, es lo que cuentan de los aguadores del desierto que junto al agua que ofrecen al viajero sediento levantan ante éste un espejo mientras bebe para recordarle que es mortal. No he comprobado la verosimilitud de esta costumbre pero me sirve como metáfora para sugerir utilizar más el espejo, ya que antes que echar mano de la abundante bibliografía que hay sobre el tema, es un derroche para aquellos que quieran saber cuáles son los resortes del funcionamiento humano [la motivación, la buena comunicación…], que no tengan en cuenta algo tan sencillo como el efecto que las variables del entorno tiene sobre uno mismo, que tomen buena nota de ello y que, como ya decían los antiguos, prueben simplemente qué pasa si actúan con los demás [cuando se espera motivación, implicación, entusiasmo] como realmente consideran que funcionaría si se actuara con ellos mismos. Algo realmente difícil por sencillo…

En mi caso sucede que en los últimos años me doy perfecta cuenta de que todo mi trabajo está supeditado a la calidad que se establece en las relaciones con mis clientes y es por esto que, al margen de otros aspectos más convencionales referidos a la manera de obrar en la organización, tengo en especial consideración, para determinar la tipología de dirección ideal, ciertos rasgos que influyen de manera decisiva en mis propias actuaciones y que son los verdaderos responsables de aspectos como la simple disposición a colaborar o el grado con el que me implico en el proyecto, el cual ha rayado, en no pocos casos, con la abnegación.

Así pues, de los rasgos que más me han comprometido de aquellos directivos con los que he tenido la suerte de colaborar y que, por ello, creo que son fundamentales en el ejercicio del liderazgo, destaco sin que el orden denote la importancia:
La sinceridad con la que plantean sus dudas, debilidades y, en definitiva, aquellos aspectos en los que se refleja su condición humana.
La honestidad con la que asumen su intervención y el valor que aportan a la colaboración.
La sensibilidad respecto a mis posibles necesidades entre las que se incluyen aquellos gestos y detalles que contribuyen a hacerme sentir digno y orgulloso por mí trabajo.
La lealtad respecto al proyecto, los compromisos adoptados y los resultados de la colaboración.
La confianza en mi capacidad para responder de los compromisos asumidos.
La independencia emocional necesaria para establecer una relación humana, fresca y sincera.

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La orientación al cliente

Por Manel Muntada Colell

A pesar de definirse como orientadas al cliente, muchas de las organizaciones que insisten en apropiarse de este rasgo, realmente no lo están.

Una organización verdaderamente orientada al cliente planifica y evalúa sus actuaciones en función del grado de satisfacción de ese cliente, teniendo en cuenta no sólo sus necesidades, sino también las expectativas de éste.

Este detalle, el de poner al cliente en el centro al que se dirigen los vectores de sus actuaciones, es el que realmente distingue a una organización que está orientada al cliente de otra que realmente no lo está y que, muy probablemente, esté estructurada para invertir el proceso y aplicar esfuerzos para que sea el cliente quien se oriente a sus servicios o productos.

Tomar consciencia de este matiz suele ser un tema controvertido para todas aquellas organizaciones, sobre todo prestadoras de servicios, que se definen a partir de esa manera de actuar y que tienden a confundir una orientación al cliente pensada desde el cliente con aquella que lo está desde lo que la organización cree que necesita el cliente. Una manera de hacer que debiera llamarse, realmente, “orientación al servicio” y que no es más o menos profesional, ni mejor o peor que otra, pero que en cambio parte de valores muy distintos, imprime una práctica diferente y se inspira en otras fuentes para innovar.

Para orientarse al cliente recomiendo adoptar un enfoque antropocéntrico que facilite la comprensión de todos aquellos factores que inciden en lo que ese cliente necesita y espera de un servicio.

Este tipo de enfoque exige situar al cliente en el centro de nuestra atención y desarrollar entorno a este eje toda nuestra actividad. Para ello conviene:

1.- Identificar al cliente. Es sabido que dirigirse a todo el mundo es, realmente, no dirigirse a nadie en concreto y que las más de las veces sitúa a la persona en aquel limbo de no implicación del cual ausentarse no supone desertar de nada. Es imprescindible que en un enfoque de orientación al cliente ajustemos el zoom para identificar a aquellos clientes a los que realmente nos dirigimos. Quizás parezca un ejercicio que se pueda obviar pero no es difícil encontrarse con equipos que descuidan a clientes [las más de las veces, internos] por desconocerlos o no considerarlos como tales…haced la prueba

2.- “Entenderlo”. Uno de los grandes errores en los planteamientos clásicos ha sido el de pretender explicar a las personas al margen de sus propias vidas. La dificultad de personalizar ha llevado, en muchos casos, al extremo contrario de diluir a las personas en sectores de población sin rostro que no facilitan la comprensión de los determinantes de su conducta o de los criterios a partir de los cuales valoran los servicios. Hay que escuchar directamente al cliente, así como también abrir escenarios de trabajo dentro de los equipos, para deducir aquellos aspectos no explicitados que influyan en la persona y puedan ser determinantes en la percepción del servicio prestado.

3.- Identificar necesidades y expectativas. A partir del ejercicio anterior se pueden identificar aquellas necesidades que emanan de la situación del cliente, así como las expectativas con las que espera que sean satisfechas. Hay quien se siente incómodo ante este planteamiento porque cree que este conocimiento le impele a satisfacer cualquier necesidad al margen de la razón de ser de la organización o del equipo de trabajo, pero conocer estos aspectos nos permite dejar claro qué se puede esperar de nosotros y qué no y, de ese modo, equilibrar la relación y aumentar su fortaleza.

4.- Relacionarlas con servicios y atributos. Las necesidades las podemos relacionar con la oferta de servicios y las expectativas con los atributos con los que debemos prestar esos servicios. Este ejercicio es muy potente para determinar la continuidad de nuestras actuaciones o para innovar a partir de aquellas necesidades sobre las que no se está actuando. La conversión de las expectativas en atributos nos permite establecer indicadores de calidad de servicio y, consecuentemente, reflexionar sobre los procesos de trabajo y las competencias profesionales que están en juego, entre otras cosas.

5.- Seguirlos y valorarlos. Tal y como comentaba al principio, una organización orientada al cliente planifica y evalúa sus actuaciones en función del grado de satisfacción de éste. Llegados a este punto es fácil instrumentalizar un método que permita averiguar cómo se interrelacionan e impactan los servicios sobre las necesidades o hasta qué punto se llevan a cabo los atributos de servicio y se satisfacen o generan nuevas expectativas en el cliente.

Para desarrollar el enfoque antropocéntrico me ha sido muy útil conocer las posibilidades que da de sí el trabajar a consciencia con mapas de empatía, algo que he podido comprobar con Emosfera, un equipo de Vitoria que trabaja maravillosamente con la argamasa que vincula a las personas entre si y a cada una con los retos de un equipo. También me ha sido siempre muy útil conversar con Eugenio Moliní, recuerdo que una vez me habló sobre el impacto que puede tener, cuando se trabaja sobre algo que atañe a personas, el depositar sobre la mesa la fotografía de un rostro humano que esté relacionado con el colectivo con el que se trabaja.

Fuente de la fotografía: Suck-s

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