Por Manel Muntada Colell
En mi profesión, al igual que en tantas otras, se aprende básicamente de las conversaciones que se llevan a cabo.
Mi evolución personal está totalmente condicionada por las conversaciones que he mantenido a lo largo de mi vida y que han impactado, transformando de manera decisiva mi manera de ver el mundo y de orientar mis actuaciones.
Para mí y para aquellas personas con las que colaboro, el mejor proyecto, el más rico, es sin lugar a dudas aquél que despierta buenas conversaciones. Ésta es una de las principales conclusiones a las que he llegado a lo largo de mi vida profesional.
En realidad, los proyectos son, en sí mismos, la condición básica, la excusa y el escenario necesario que hace posible aquellas conversaciones fundamentales sobre las que se asienta cualquier posibilidad de cambio.
Pero hubo un tiempo en el que pensé que mi conocimiento y mis ideas surgían de mi contacto directo -concentrado y solitario- con el reto que me planteaba o con la tarea que tenía entre manos. Con los años, he podido comprobar que no siempre se aprende de lo que se hace por el mero hecho de hacerlo. Que las más de las veces uno orienta su forma de hacer a tal y como sabe hacerlo. Mi mano sólo suele ofrecerme el aprendizaje que se desprende del bucle endogámico que estimula en mi pensamiento.
Es en la conversación que mantengo con quien colaboro donde acabo visualizando y perfilando cómo actuar de forma distinta, llegando a ideas, diseños, relaciones o conclusiones que antes no tenía y que, muy probablemente, no se me hubieran ocurrido jamás de no darse la oportunidad de destilarlas en el seno de aquella conversación.
La riqueza de una conversación no sólo estriba en cotejar nuestro punto de vista con el punto de vista de otro, no. La conversación es, principalmente, una oportunidad exquisita para dar forma a aquello que pensamos y sólo llegamos a saber cuando lo empaquetamos en la secuencia narrativa del discurso que nos escuchamos decir cuando lo dirigimos a alguien. Como apunta Roger Bartra si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos. Una buena conversación suele convertirnos también en nuestros propios maestros.
Pero la consciencia del otro es fundamental ya que cocinamos nuestro pensamiento teniendo muy en cuenta a quien lo dirigimos.
Trasladamos lo que pensamos y tejemos nuestro discurso sin dejar de considerar lo que nuestro interlocutor pueda pensar al respecto, de las creencias que sabemos o que le suponemos, del destilado que imaginamos de su experiencia, de la respuesta que podemos anticipar, de aquello que creemos que pueda objetar. Mediante la palabra filtramos, depuramos y enriquecemos nuestro pensamiento a través de quien nos escucha.
La singularidad de cada persona hace posible que cada conversación siempre sea única. Aunque se hable de lo mismo, nunca hay conversaciones iguales cuando una de las personas ya es distinta.
Conversando sobre este tema con alguien con quien colaboro hace tiempo, bromeamos con la posibilidad de rociar con Luminol el espacio que había entre los dos [tal y como hacen los forenses para desvelar los rastros de sangre en el escenario de un crimen] como si, de este modo, pudiéramos poner en evidencia aquellas conexiones exocerebrales que se hallan suspendidas entre ambos, a través de la cuales creamos ese circuito al que llamamos conversación y que permiten ordenar, filtrar e hibridar nuestro propio pensamiento.
Concluimos que la vinculación emocional que surge con aquellas personas con las que establecemos este tipo de nexo hace evidente ese lazo inorgánico; no parece descabellado que expresiones como conectar o tener química respondan a la intuición que todos tenemos sobre la existencia real de estas conexiones.
También coincidimos en que esto no sucede en cualquier conversación, que lo que distingue cualquier intercambio de palabras de una conversación es el deseo inherente a esta última de aprender y la necesidad de ser transformado por ella; algo que, lamentablemente, no suele estar en la agenda de la mayoría de los encuentros que suelen darse.
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Imágenes: La fotografía corresponde a British Women of Steel y es de Harry Todd, [November 27, 1942].
La pintura es de Jean Béraud [1849 – 1935] y lleva por título Brasserie d’étudiants [1889].
Publicado en CumClavis. Post original aquí.
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