Por Dolors Reig
Hablamos frecuentemente de nuevas profesiones (aquí artículo derivado del primero, más trabajado, en catalán), disciplinas, funciones profesionales.
Pues bien, la denominada neurociencia social es una nueva disciplina dedicada a estudiar las relaciones entre el cerebro y el comportamiento social. Mientras voy construyendo ideas alrededor de la sociedad aumentada, la que surge de la infinita variedad de comunidades, tipos de relaciones, matices en la interacción que podemos llegar a observar, la aparición de esta disciplina refuerza el tema, llegando, en mi opinión, a poner en evidencia incluso un intocable número de Dunbar (el que establece que cognitivamente solo podemos llegar a tener 150 relaciones en redes sociales) que siempre he considerado absurdo en la era actual.
Así, la hipótesis del cerebro social nos dice que evolutivamente y en tanto en cuanto ha evolucionado la complejidad de nuestra sociabilidad, han cambiado las zonas del cerebro asociadas al comportamiento social. Se ha demostrado, por ejemplo en algunas investigaciones que en primates no humanos la medida de la amígdala (órgano tradicionalmente asociado a las emociones, al miedo, la agresividad) se relaciona con el comportamiento social.
La investigación que presentamos en esta entrada cambia esto último, relacionado la medida y la complejidad de las redes sociales a las que pertenecemos los seres humanos con cambios morfológicos en nuestros cerebros.
La lleva a cabo un equipo de investigación dirigido por Lisa F. Barrett, Ph.D., profesora de psicología que la desarrolla a partir de imágenes cerebrales y datos sobre número de contactos y de grupos a los que se pertenece (Social network index).
Publicaban en Nature Neuroscience las interesantes conclusiones: la gente con una amígdala más grande tiende a tener redes sociales más complejas y amplias. Del mismo modo los resultados indican que no existe relación entre el tamaño de la amígdala y la satisfacción vital o el soporte social percibido, mostrando que la relación es específica. Cuando se incluían variables como la edad y el sexo, la relación era menos pronunciada para participantes más viejos y para los hombres (independientemente de la edad).
No se llega a definir la direccionalidad de la relación, si una red social mayor lleva a un crecimiento de la amígdala o viceversa y la Dra. Barrett concluye que probablemente se trate de un poco de ambas cosas.
Se han replicado este tipo de estudios en individuos con autismo, psicopatía o personalidad antisocial y los resultados han sido diversos. Incluso en humanos normales sin esos desórdenes, la relación exacta entre el tamaño de la amígdala y el funcionamiento social resulta difícil de establecer. No sabemos si una amígdala más grande es mejor pero sí que una amígdala grande puede acomodar más información social, de más gente y en más contextos, que una amígdala más grande puede suponer mayor inteligencia social.
¿Aumentará de tamaño la amígdala del individuo conectado? ¿Quedará sin sentido un número de Dunbar ingeniado en época de relaciones 1.0, de interacciones sociales limitadas a lo offline?
Mi hipótesis, que parte de la idea de que cambia la configuración de nuestros cerebros para ser capaces de lidiar con la complejidad social de la sociedad aumentada, respondería que sí, que indudablemente esto será así durante las próximas generaciones.
Publicado en El Caparazón. Post original aquí.
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