A lo largo de los años he cambiado impresiones con docenas – quizá incluso centenares – de líderes, de sus misiones, sus objetivos y su actuación.
He trabajado con los gigantes de la industria y con empresas minúsculas, con organizaciones que se extienden por todo el mundo y con otras organizaciones que trabajan con niños minusválidos en una pequeña población.
También he trabajado con algunos ejecutivos sumamente brillantes y con unos cuantos hombres de paja, con personas que hablan mucho de liderazgo y con otras que al parecer nunca se consideran líderes y que rara vez, por no decir nunca, hablan de liderazgo.
Las lecciones que se desprenden de todo esto no son ambiguas. El liderazgo debe aprenderse y puede aprenderse.
La segunda lección importante es que no existe la “personalidad para el liderazgo”, ni los “rasgos de liderazgo”.
Entre los líderes más eficientes que he encontrado y con los que he trabajado durante medio siglo, unos se encerraban en su oficina y otros eran excesivamente gregarios.
Unos, aunque no muchos, eran personas agradables y otros, severos ordenancistas. Unos eran rápidos e impulsivos, otros estudiaban y volvían a estudiar y tardaban una eternidad en tomar una decisión.
Unos eran afectuosos y simpatizaban con rapidez, otros se mostraban reservados incluso tras años de colaborar estrechamente con otros, no solamente con extraños como yo sino con las personas de sus propias organizaciones.
Algunos hablaban inmediatamente de su familia, otros no mencionaban nada aparte de la tarea que tenían entre manos. Algunos líderes eran extremadamente superficiales y sin embargo esto no influyó en su actuación (como su vanidad espectacular no afectó a la actuación del general Douglas MacArthur hasta el mismísimo final de su carrera).
Algunos pecaban de modestos y esto tampoco afecto a su actuación como líderes (como en el caso de la actuación del general George Marshall o de Harry Truman). Unos eran tan austeros en su vida privada como los ermitaños en el desierto, otros eran ostentosos y amantes del placer y se divertían ruidosamente a la menor oportunidad.
Algunos eran buenos oyentes, pero entre los líderes más eficaces con los que he trabajado también había unos cuantos solitarios que sólo escuchaban su propia voz interior…
Todos los líderes eficaces con que me he encontrado, tanto aquellos con los que he trabajado como los que meramente he observado – sabían algunas cosas sencillas:
- La única definición de un líder es alguien que tiene seguidores . Unos individuos son pensadores; otros profetas. Ambos papeles son importantes y muy necesarios. Pero sin seguidores no puede haber líderes.
- Un líder eficaz no es alguien a quien se le quiera o admire. Es alguien cuyos seguidores hacen lo que es debido.
- Los líderes son muy visibles. Por consiguiente, establecen ejemplos.
- El liderazgo no es rango, privilegios, títulos o dinero: es responsabilidad.
- La popularidad no es liderazgo. Los resultados sí lo son.
Independientemente de su casi ilimitada diversidad con respecto a la personalidad, el estilo, las aptitudes e intereses, los líderes eficaces que yo he conocido, con los que he trabajado y a los que he observado se comportaban además de modo muy parecido:
Ellos no empezaban con la pregunta “¿Qué es lo que quiero?” Empezaban preguntando “¿Qué es necesario hacer?”
Luego se preguntaban ¿Qué puedo y debo hacer para cambiar la situación? Esto tiene que ser algo que a la vez se necesite hacer y que corresponda a las fuerzas del líder y al modo en que él es más eficaz.
Preguntaban constantemente “ ¿Cuáles son la misión y los objetivos de la organización? ¿Qué es lo que constituye la actuación y los resultados en esta organización? ”
Eran extremadamente tolerantes con la diversidad de las personas y no buscaban copias al carbón de sí mismos . Rara vez se les ocurría preguntar “¿Me gusta o me disgusta esta persona?”. Pero eran totalmente – terriblemente – intolerantes cuando se trataba de la actuación, criterios y valores.
No temían la fuerza en sus asociados. Se enorgullecían de ella. Lo hubieran oído o no, su lema era el que Andrew Carnegie quería haber puesto en su lápida sepulcral: “Aquí yace un hombre que atrajo a su servicio personas mejores que él mismo”.
De un modo u otro, ellos se sometían a la prueba del espejo es decir, se aseguraban de que la persona que veían en el espejo por la mañana era la clase de persona que querían ser, respetar y en la que creer. De ese modo se fortalecían contra las mayores tentaciones del líder: hacer lo que goza de la aprobación general en lugar de lo que es correcto y hacer cosas insignificantes, mezquinas y ruines.
Por último, estos líderes eficaces no predicaban: hacían.
A mediados de los años veinte, cuando yo estaba en mis últimos cursos del Instituto, apareció de pronto un torrente de libros en inglés, francés y alemán sobre la Primera Guerra Mundial y sobre sus campañas. Para nuestro trabajo trimestral, nuestro excelente profesor de historia – un veterano de guerra que había sido gravemente herido – nos dijo que cogiéramos varios de estos libros, los leyéramos cuidadosamente y escribiéramos el ensayo de dicho trimestre basándonos en las selecciones de las lecturas.
Cuando luego debatimos en clase estos ensayos, uno de mis compañeros dijo “Todos estos libros dicen que la Primera Guerra Mundial fue una guerra de total incompetencia militar. ¿Por qué?”.
Nuestro profesor no dudó ni un segundo en contestar “Porque no murieron bastantes generales. Permanecieron muy lejos de la vanguardia y dejaron que los demás lucharan y murieran”.
El autor, Peter F. Drucker, Claremont, California.
Extractos extraídos de su libro El Líder del Futuro, Ed. Deusto 1996.
Fuente: Mujeres de Empresa. Post original aquí.
Del mismo autor en este blog:
Drucker: ¿Cuál es mi negocio y cuál debería ser? (serie de seis post)
Drucker: Necesitamos medir, no contar (serie de tres post)
Peter Drucker: Hacia la nueva organización.
Si te ha interesado este post, no olvides dejarnos tus comentarios. También apreciamos que los compartas con tus amigos y contactos en las redes sociales. Muchas gracias.